Vaya un título soso y académico, joder. No soy el mejor en
marketing, este blog es la gran prueba de ello. Pero en fin, quería contar algo
que me ha sucedido recientemente.
Desde hace unos cuatro años escribo y dirijo obras de teatro
para campaña nacional en inglés, dirigidas a alumnos de ESO y Bachillerato de
toda España. Creo el guion a partir del título de la obra que la empresa me
pide, este pasa el filtro de los encargados del material didáctico, y
posteriormente realizamos casting y ensayos hasta que la compañía (de 2
intérpretes + técnico) sale de gira, hacia noviembre.
Pues bien, este año escribía una de estas adaptaciones, y una
reminiscencia impro se coló en la escritura.
Como sabréis, no controlamos al 100% la forma de la historia
que contamos. No somos precisos y no aspiramos en impro a crear una novela de
Dan Brown, con miles de mecanismos perfectos y bien engrasados que justifiquen
cada una de las palabras. Es impro, y en gran parte manda el presente
espontáneo. Parece ser que en el caso de esta obra, la intención era otra.
Me tumbaron el texto repetidas veces por inexactitudes, por
momentos en los que en mi cabeza mandaba la percepción teatral, no el guion.
Momentos de lagunas de trama, agujeros de guion y algunas intenciones
superficiales que no terminaban de cuajar en la historia.
Mi reflexión es: hay un vínculo espectador – improvisador que
va más allá incluso de la trama, pues en el momento en que comprendemos que el
actor no conoce la historia, toleramos las inexactitudes y gobierna más la
actitud que el mecanismo narrativo. Pero es que eso sigue sucediendo en una
obra de teatro, o en una película. No en vano, hay grandes obras que han pasado
a la historia con enormes agujeros de guion. ¿Y?
Leer un texto te permite repasar, volver atrás, reflexionar,
pausar, madurarlo y volver a leer. Una obra de teatro no. Y una impro, menos.
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